El sueño del Poeta
El viento borra las huellas de las gaviotas.
Las lluvias borran las huellas de los pasos humanos.
El sol borra las huellas del tiempo.
Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria perdida,
el amor y el dolor, que no se ven, pero no se borran.
Eduardo Galeano
A Vianney...
Esa noche el Poeta se había
colado al país de los sueños de Helena, debajo del brazo cargaba su almohada y
en ella, minuciosamente empacadas, sus palabras; después de tantas horas de
vuelo tenía los pies dormidos, así que tras salir del aeropuerto se puso a
andar por ese paraje lleno de colores que nunca había visto, pero donde más de
una noche había deseado caminar.
Al principio sus pasos eran
cautelosos, en la calle los adoquines de nube lanzaban un pequeño destello a cada
pisada, por lo que avanzaba lentamente buscando pasar desapercibido, tenía
miedo de que los guardias del sueño notaran su presencia y decidieran llevarlo
a su jefatura para interrogarlo para husmear en su equipaje.
Sin embargo las aceras lucían vacías,
sólo de las ventanas de las casas salían rumores de canciones, notas que
revoloteaban desde los portillos de madera y se convertían en pájaros negros
que desaparecían en el cielo. Aun así extremó precauciones, se sentó en una
banca debajo de un árbol, se quitó los zapatos y los colgó de una rama donde
pudieran estar seguros hasta su regreso.
Descalzo, el Poeta se sintió más
seguro, a hurtadillas siguió andado por aquellas avenidas, vagó por un buen
rato apuntando en una libreta roja, que escondió en su abrigo, las
características de las calles, cada una parecía haber sido construida en una
época distinta, por lo que al pasar de una cuadra a otra daba la impresión de
cambiar de ciudad o de país.
En Makinë Rrugë dos hileras de autos flanqueaban las fachadas de las
casas, las construcciones le recordaban a las viejas bodegas del barrio de
Speicherstadt de Hamburgo, los motores de los autos estaban encendidos, el
hollín de sus escapes empezaba a tiznar los tabiques rojos de las paredes, por
un momento sintió el impulso de montarse en uno, acelerar a fondo e ir a toda
prisa a su destino, pero su curiosidad de sentir esas calles era mayor que la
urgencia de llegar.
Con las manos en los bolsillos
continuó por un largo rato sobre Carrer
del Treball, donde el viento desprendía las hojas violetas de los árboles,
estas se elevaban como minúsculos papalotes unidos en una danza de humo malva en
el horizonte, para después caer al suelo alfombrando el camino hacia Rue Carousel Future, que se perdía en un
cielo lleno de nubes color turquesa, cruzándose con esquinas ufanas, con
presuntuosos letreros y farolas; y otras aciagas, con las bombillas reventadas
y fachadas derruidas. En su cuaderno el Poeta fue trazando el mapa de la “Ciudad
de los Sueños de Helena”, dibujando las glorietas, las estatuas, los parques,
anotando con una caligrafía minúscula el nombre de las calles: Desolation Row, Grá Avenue, Straat Gelach,
Amicizia Via, Ulica Goryczy, Cadde Aile…
Al doblar en Vergesslichkeit Straße vio que las marquesinas de los edificios
estaban tapiadas, algunas de ellas rememoraban bares que seguramente en el
pasado habían sido el epicentro de pasiones y de fiestas, por las hendijas de
las maderas aún escapaban algunas notas de viejos bailes, susurros de voces
lejanas, olores a pan recién horneado, a residuos de tragos abandonados en sus
barras, a primaveras, otoños, veranos y tristes
inviernos.
Por un resquicio entre las tablas
el Poeta vio como las motas de polvo se acumulaban en los retratos sobre los
banquillos, donde poco a poco fueron borrando las sonrisas de los rostros, los
vasos de whisky a medio terminar, las palabras gastadas colgadas en los
percheros, besos marchitos acumulándose como hojas secas en los rincones, el
bisbiseo de la risa de Helena entre las paredes; entonces sitió la tristeza de
esa calle, se alejó de la marquesina, se lastimó las plantas de los pies con
los vidrios de las lámparas que alguna vez llenaron de luz las fachadas de esos
antros, sintió en su pecho el frío que el pasado trae cuando llega de madrugada
y en la boca el sabor herrumbroso del tiempo.
Sin voltear la vista atrás se
marchó de la calle y sus rastrojos de vida en los muros, pensó en Helena, en la
melancolía de aquellos días, trató de desprenderse de la negra sensación con
otras voces, abrazó fuerte su equipaje, errabundo caminó por un largo rato
hasta que su mirada tropezó con un par
de sonetos que jugueteaban sobre un bote de basura en Toivottavasti Neliö, los animalitos miraron al Poeta con
desconfianza y tras un breve instante se echaron a correr detrás de un
pronombre personal, sin nombre ni apellido.
Cansado, el Poeta se tumbó en una banca de la plaza, el cielo
había empezado a perder sus matices, a tomar ese tono cárdeno de las tardes de
otoño; las lámparas de las calles comenzaron a trazar su sombra con un aura
ámbar en el piso, sintió las ganas de fumar, palpo en su bolsillo la cajetilla, se
llevó un cigarro a la boca, sin
encenderlo estuvo jugando con él entre sus labios, el sabor a tabaco y a menta
comenzó entremezclarse con su saliva, el
aire vacío de humo entró por su garganta como un suspiro de la nada y antes de
caer en el delirio del tabaco arrojo el cigarro al bote de basura.
Entonces empezó a hojear los apuntes que había hecho en su libreta, a
unir los garabatos escritos, con las imágenes en su cabeza, se dio cuenta de
que la plaza era el centro de la ciudad, que sus calles, como afluentes de un
río, se las arreglaban para llegar hasta ese sitio. Alzó la mirada y en una esquina vio el sitio
donde se erigía La Casa de la Palabras, dejando el cansancio y el aturdimiento
en la banca, se echó a andar hacia ella, de las ventanas salía el fulgor amarillo de
las bombillas en su interior, los tablones blancos contrastaban con la penumbra
del cielo.
Al llegar al pórtico, el Poeta
suspiró antes de dar dos golpecillos a la puerta en la espera de alguna
respuesta del interior, sin embargo del otro lado reinaba el silencio, volvió a
golpear la puerta un par de veces más inútilmente, nervioso, giró lentamente el
picaporte y penetró sin hacer ruido a la casa. Un olor a frutas flotaba en el
aire y una mesa con frascos de colores daba la bienvenida, ya sin el temor a
ser descubierto fue recorriendo cada uno de los pasillos y habitaciones,
probando las palabras acomodadas en las paredes.
En el segundo piso la oscuridad
apenas dejaba al Poeta divisar sus pasos, solo la luz que se filtraba debajo de
una puerta al fondo del pasillo
iluminaba el camino, antes de girar el pomo, el Poeta revisó cada una de
las cosas que había venido empacando desde hace tiempo atrás. Al entrar
sorprendió a Helena mirando por la ventana, el viento empujaba sus cabellos
sobre el aire, desprendiendo de aquellos hilos castaños el perfume llenaba toda la casa.
Helena giró
la cabeza y miró entrar al Poeta descalzó con su almohada bajo el brazo, de sus
saco colgaban hilachos de tiempo y en su mirada los colores que se
acumulan en las noches de desvelo.
El Poeta se acercó a ella y como quien carga una caja de copas, puso su
almohada sobre sus piernas, Helena hurgó
entra la plumas y poco a poco fueron saliendo los sueños que de
contrabando habían entrado en su mundo.
-Son sueños de esos que no hayan
en estantes- le dijo el Poeta- de esos peligrosos para el orden público, que si
dejas salir de la cama corren en riesgo de volverse realidad.
El Poeta vio a sus sueños jugando
entre los dedos de Helena, subir por sus brazos, enredarse en su cabellera,
brincar entre sus piernas y dibujar una sonrisa en su cara. Pero antes de que
ella pudiera decirle algo sintió un golpe en la nunca, hombres de azul lo
arrastraron por el pasillo y Helena se convirtió en una imagen borrosa al fondo
del corredor.
Cuando despertó el Poeta estaba
en su habitación, los rayos del sol penetraban por la ventana reviviendo el
olor a humedad de las paredes, aletargado se levantó de la cama, encendió un
cigarro, buscó debajo de la cama sus zapatos, pero sólo encontró motas de polvo acumuladas sobre la alfombra.
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